Siguió corriendo despavorida por toda la
calle, parecía infinita o al menos la oscuridad no dejaba ver el final, lo
prefería así ante el miedo a encontrar un muro que le impidiera continuar
alejándose, el riesgo al obstáculo le menguaba
sus fuerzas y no quería detener la marcha, pero sentía como la flacidez de los
músculos los hacía fallecer ante la exigencia del esfuerzo.
La pierna derecha le tironeaba, apenas podía
respirar, el abdomen dolía y pesaba, no se atrevía a volver la cabeza para
mirar atrás.
¡Maldito chocolate! ¡Malditas cervezas!
¡Malditas las cajetillas de cigarro que fumaba con fruición cada día! ¡Maldita
la pereza que la tuvo lejos del gimnasio! Y malditas las salsas de su madre,
las pizzas del vecino, los pudines de la abuela, las horas frente a la
computadora, el helado, la malta, los plátanos maduros fritos, el refresco, la
ensalada fría, el arroz con leche… Maldita la vida que la dejaba sin oxígeno
para maldecir y correr.
Tropezó y cayó, sentía los pasos que se
acercaban veloces y esperó lo peor, no vio el rostro de quien llegaba pero supo
que era un hombre, le tendió la mano, la
incorporó y ella le dejó hacerlo sin resistencia, a pesar del
olor a alcohol. Habló con voz fuerte:
- Señora se va a matar, lleva más de un kilómetro corriendo y la rata
se escurrió por la alcantarilla cuando usted gritó.