Hoy cumple
Alejandro Robaina Pereda 95 años y no equivoqué tiempos verbales, ni desconocí
hecho alguno, sólo que hay hombres cuyo cuerpo es sólo un pretexto para colocar
sobre la tierra haces de luz, deslumbrando sin
enceguecer, albores y clarividencia que deshacen la penumbra, sigue
siendo su nombre un símbolo del mejor tabaco del mundo, una palabra que hace
amigos, junta voluntades, intereses y crea afectos.
El Viejo nos
acoge desde su perpetuo sillón, con la inacabable sonrisa, el abrazo fraterno,
la charla sencilla e interesante, goza del esplendor de la vega, y una vez más
se regodea por la sapiencia que le dio la vida al escoger con acierto la
continuidad de su estirpe.
Nos
mira, no en la altura, sino desde la serenidad
incomparable de la satisfacción, disfruta del buen café, el trago de ron, el
aroma del tabaco y abre el alma para que bebamos de su savia, limpiándonos con
unas pocas gotas, de dobleces,
artificios; ofreciéndonos la bendición
del conocimiento, ese que no arrancó de páginas de libros o eruditos, lo
conquistó con una existencia donde aciertos y errores bordaron una sabiduría
distintiva y singular; la experiencia.
Don
Alejandro está aquí, porque la sangre de su sangre sigue amando y cuidando está
tierra que él siempre trató con maneras de caballero, late su alma en cada seductora hoja con dimensiones de asombro, en
la planta que se yergue a pesar de pronósticos y avatares, festeja cada apretón
de manos donde viaja felicitación auténtica, fundiéndose al abrazo de nostalgia,
de amigo…
El embajador
del Habano permanece como figura emblemática de la cubanía, un veguero honesto,
osado, que jamás fue apocado por
fastuosidad alguna; un cristalino manantial a cuyas aguas acudimos
para saciar la sed, y él vive, porque un
árbol no subsiste si le faltan sus raíces, el follaje que hoy nos acoge sabe
muy bien de donde le llegan los nutrientes.
Hirochi
Robaina Silva, no sólo es seguidor de la obra de su abuelo, sino depositario
del espíritu de una familia inscrita con letras de gloria en la Nación, esa que
ya estaba en formación cuando Cristóbal Colón avistó a los primeros aborígenes “con
un tizón encendido en la boca”.
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