jueves, 22 de diciembre de 2011

Familia de alfabetizadores

Esther , Enrique y Yolanda crecieron en las serranías de Buey Arriba, municipio montañoso de la hoy provincia Granma, en 1961 contaban con 21,16 y 11 años respectivamente, los dos primeros tuvieron la venia paterna para partir hacia el sitio que hiciera falta, pero la menor, sólo podría alfabetizar si lo hacía en la finca de la familia y así fue, muchos de los campesinos de la zona y recogedores de café que subían para la zafra formaron el grupo de estudiantes ante los cuales descifraba los misterios de la cartilla de instrucción.
William y Niria nacieron en San Manuel, poblado de Puerto Padre en la hoy provincia de Las Tunas, tenían 18 y 23 años cuando se fueron a San Lorenzo en la Sierra Maestra como alfabetizadores. Julia estaba en la misma zona junto a ellos y había dejado su familia en Colón, Matanzas, en aquel entonces eran todos jóvenes sumados a una gesta que a medio siglo se recuerda como una gran epopeya en nombre de la educación.
Entre los alumnos de Esther, estaba Antonio, un campesino que tomó de ella algo más que el conocimiento y desanduvo kilómetros de distancia a caballo para reencontrarse con su maestra y conquistarla, en 1963 unían sus vidas y hasta hoy viven en San Pablo de Yao, donde formaron una familia fruto de la cual nacieron dos hijas, mis primas y tres lindos varones vinieron al mundo para llamarlos abuelos.
William, Niria, y Julia en 1962 se incorporaron en Tope de Collantes para concluir su formación como educadores,  las dos féminas permanecieron allá hasta concluir en el 65, pero el mancebo abandonó los estudios y se incorporó como maestro voluntario a la brigada de maestros de montaña Frank País, catalogados como la vanguardia tenían sobre sus hombros la responsabilidad de continuar instruyendo en aquellas serranías donde el curso escolar se ajustaba a los vaivenes del campo y comenzaba en enero para no interferir con el pico de la recogida de café, actividad fundamental en la región.
Enrique al concluir la campaña de alfabetización formó parte de la brigada de maestros populares  que trabajaban en el llano y en el 64 se trasladó hacia la Frank País, Niria y Julia una vez graduadas también se sumaron y Yolanda que ya tenía 15 años llegó en la misma fecha como voluntaria.
Para aquel entonces ya Niria estaba casada con uno de los organizadores que había conocido durante la Campaña,  había sentado cabeza junto a ella en Puerto Padre, como permanecía casi todo el tiempo con sus alumnos en la montaña él se trasladaba en cada tiempo libre para estar juntos.
Mi madre, al centro delante,  junto a compañeros de estudio con los que compartía una formación intensiva y concentrada para graduarse de maestra.

   
Un noviazgo de nueve meses bastó para que William y Yolanda se casaran en abril de 1966, 13 meses más tarde llegaba al mundo la primogénita,  mi hermana. Enrique y Julia contrajeron nupcias a inicios del 67 y a finales ya acunaban su primer bebé, otra de mis queridas primas.
Con una familia formada en ese contexto, fueron muchas las historias  que siempre escuché sobre la Campaña, el choque de las costumbres, la necesidad de vencer escrúpulos y miedos para lograr un propósito, el recelo de algunos campesinos y como la hospitalidad de otros lo compensaba.
Anécdotas estremecedoras que van desde la intención de renunciar a la ración de comida para darla al maestro, hasta la reciprocidad de los padres que  fueron a ver sus hijos y cuando regresaron llevaron toda la ayuda que podían, desde ropas usadas hasta latas de leche, porque  nada bastaba para agradecer como cuidaban “al niño”.
La amenaza de bandas y más de un camino recorrido en la noche bajo la zozobra del “susto”, la protección de los alumnos que abandonaban su ruta y caminaban mayores distancias para que el maestro no anduviese solo, el agradecimiento, el gozo de descubrirse capaces de hacer algo que rebasaba la dimensión de sus vidas en años y estatura.
Tía Julia con sus atuendos de campaña.
En esos trajines fue formándose la vocación por el magisterio y quedó prendada en ellos, fui hija y  sobrina de maestros, tizas, planes de clases, cursillos, concentrados, orientaciones metodológicas, fueron vocablos aprendidos tempranamente, mi familia se entrelazó a pesar de los orígenes y las diferencias, al abrigo de la Campaña de Alfabetización, fue una experiencia que dio rumbo a sus vidas futuras y juntó sus destinos, todavía hoy persiste en la familia la vocación pedagógica,  hasta quien renegaba de ella renuncia a sus oposiciones y encuentra superior el goce de enseñar al sacrificio que implica hacerlo.
Son muchas las maneras en que podría calificarse el hecho de declarar a Cuba país libre de analfabetismo, pero sin duda por cursi y común que parezca fue, es y deberá ser recordado como un acto de amor, y en mi familia, como en otras muchas otras fuimos depositarios y continuadores de ese sentimiento.
Celebrar cada 22 de diciembre el Día del Educador, es más que una celebración o recordatorio, es una ratificación de voluntad nacional, para que generaciones futuras no precisen alfabetizar a sus conciudadanos.












1 comentario:

Animal de Fondo dijo...

Querida Yolanda, esos actos de amor a mí no me parecen cursis ni comunes. Si la alfabetización de Cuba no se hubiera realizado muchos creeríamos que era posible. Como se realizó, no podemos olvidar la demostración palpable de lo que se puede conseguir.
Me hiere a menudo la clasificación de utopía para muchos de nuestros deseos. Parece que cuando no consiguen volver del revés un alma noble, que no consiente renunciar a los ideales, intentan al menos anularla enseñándole a pronunciar esa palabra, utopía, que debería borrarse momentáneamente del diccionario.
Pero ya Cuba demostró que hay tal lugar; que requiere esfuerzo, dedicación, sacrificio, ilusión; pero que se consigue.
Qué maravilla sentir correr por las venas sangre de alfabetizadores.
Abrazos.