lunes, 19 de diciembre de 2011

Lo que no puedo entender.

Mis abuelos con 7 de sus 10 bisnietos en marzo del 2009
Reza un viejo refrán,  que a mi amiga América le encantaba oírme decir, “que nadie se muere la víspera” y bien lo sé,  hace aproximadamente tres años que cada vez que he visto a mi abuela me he despedido de ella con una opresión horrible, esa sensación indescriptible de besar y abrazar a alguien muy querido por última vez, la vida me ha multiplicado las oportunidades del reencuentro, mucho más allá de los previsible de acuerdo a su lamentable estado de salud.
El 30 de junio de este año, fue uno de esos días en los que recibes y pierdes simultáneamente de manera tal que no sabes ni como encontrar el punto medio del equilibrio, desperté con la noticia de que estaba hospitalizada, el diagnóstico: infarto cerebral, pronóstico: muy, muy reservado, por otra parte ese día mi hija mayor culminaba sus estudios de la enseñanza primaria y lo hacía  como la mejor estudiante de la escuela, con felicitaciones y 
reconocimientos por sus excelentes resultados.
No podía dejar de imaginar el gusto con que su bisabuela habría sido partícipe del acontecimiento, pero estábamos en el otro extremo de la isla y era tanto el dolor que se nos ahogaba el regocijo, pero esa mujer de pelea, no sólo se recuperó, sino que lo hizo con lucidez y aunque su cuerpo con una rigidez que limitaba más sus movimientos, seguía aferrándose a la vida;  por aquel entonces pasé varias noche en vela, esperando con pavor que sonara el teléfono, de a poco las noticias fueron alentadoras y al final casi que increíbles, abuela estaba de nuevo en casa.
No fue hasta finales de octubre que pude ir a verla, viajé sin las niñas y la intención  era también ayudar a mami por unos días, no es fácil con más de 60 años cuidar de dos ancianos, en especial si se tiene ya numerosos achaques.
Sabía que le repetían las isquemias transitorias, pero esa primera noche que pasé allá, fue terrible, por más de una hora deliraba y perdía la mirada, acaricié sus ralos cabellos, y pasaba el dorso de mi mano como había oído decir que era más efectivo por su rostro y brazos tratando de  darle sosiego en medio de aquella agitación, el sueño la venció y al despertar fatigada, mostraba signos de disociación.
Cuando la bañaba, no logro recordar sobre que conversábamos, sólo que  me sorprendió escucharla sollozar y al preguntarle sorprendida, me dijo “tú sabes lo que es que yo me acuerde de tu nombre”, no importa abuela respondí, estoy aquí dime qué quieres, aunque no sepas quien soy, para mi asombro me replicó, yo sí sé quién eres, pero no me acuerdo de tu nombre y sin embargo me acuerdo del de las niñas, acto seguido mencionó a mis hijas.
Puede parecer una tontería, pero esa certeza de la pérdida, fue lo más desgarrador para mí, el llanto de mi abuela, llorando su propia muerte, esa que inmerecidamente, le ha llegado tan de a poco, que ni cuidados, mimos, atención, cariño,  han podido mitigarle el dolor.
Las personas deberían, por ley natural, recibir una muerte acorde a su modo de vida, una mujer tan enérgica y vital, reducida a una inmovilidad casi total del cuerpo, mientras la mente la mantiene despierta,  eso acrecienta su castigo, porque no quiere y  la apena requerir de ayuda para sus necesidades más simples, hasta cambiar de posición en la cama.
Ayer cumplió mi abuela 89 años, no hubo celebración, fue una jornada de hospital, está ingresada nuevamente, y el murmullo de la muerte se escurre de la voz de mi madre o mis primas, mi hermana ya casi se quiebra y a mí no me queda  atrapada en esta distancia más que la inutilidad del llanto y la desesperación.
Ella es fuerte,  nos decimos unos a otros  en voz alta como si al gritarlo el viento pudiéramos forjar con esas palabras un poco de esperanza, ese sentimiento que ella lleva por nombre y del que ha hecho honrosa gala, la noche de hoy será decisiva, y no estoy a su lado, no puedo escuchar de boca del médico el último parte o acariciarla para insuflarle un poco de energía, pero tampoco logro conciliar el sueño y mucho menos descansar, así que de alguna forma estoy aquí, haciendo palabras mis penurias y tirándolas al viento, llevan tanto miedo como el que trato de ahogar dentro de mi cuerpo.                                                                      
A veces, como hoy,  siento que la fe es una carencia lamentable, porque me divido entre el egoísmo compartido con mi familia de querer retenerla a toda costa y el justo descanso que merece su cuerpo.
Mi abuela siempre le temió a la muerte y eso no ha cambiado, ese mismo temor limitó el disfrute de  las cosas buenas en los últimos años, si su conciencia tiene alguna luz encendida en estos momentos debe estar muy asustada y deseo que así sea para que otra vez esa mujer que mereció el  mote de “corva de hierro” se yerga y eche a andar junto a nosotros, me avergüenza la avaricia de mi alma, pero la quiero aquí, de este lado cierto, para que me siga dando su sombra y a su fresco crezcan mis hijas y también yo, que a mis 37 años soy una chiquilla que  no logra entender y mucho menos aceptar la inminencia de la muerte…para estas cosas ¿alguna vez llegamos a crecer?

2 comentarios:

Animal de Fondo dijo...

Querida Yolanda, yo también siento una alegría y una tristeza encontradas en tu mismo artículo. La alegría es grande y ya me la dieron otros escritos tuyos. Comprenderás muy bien que ver florecer a nuestros amigos, sentir que dan sus frutos en sazón es algo maravilloso de la vida. Y palabra a palabra, párrafo a párrafo, tú vas dando esos frutos, desde la serenidad que ya te llegó. Has expresado nuestras inquietudes, nuestras emociones, las humanas; formulas las preguntas que para ninguno de nosotros tienen respuesta. Qué amistad tan bella veo crecer. No ya conmigo; con todos.
Y la expresión, el fondo de esas emociones, también me lleva a la tristeza compartida. Yo también quiero que viva. ¡Es que llega hasta aquí su frescura y su sombra!
Un abrazo, Yolanda.

Yolanda Molina Pérez dijo...

Gracias.